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Bullrich y la coreografía del pánico: la escena callejera como pedagogía del orden

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Por Emilio Cafassi | 28/04/2025 | Argentina

Fuentes: Rebelión

De la cátedra al cadalso: los intelectuales orgánicos del terror

El
carácter profundamente distópico que reflejan las transformaciones
socioeconómicas que se despliegan en muchas regiones del mundo, no
solo no le es ajeno a Argentina, sino que se ensayan allí como en un
laboratorio sin piedad, a través de un ariete experimental forjado
con una alquimia de medidas pretéritas, dosificadas al ritmo de las
nuevas exigencias de rearticulación de las relaciones de fuerza
entre las clases sociales hacia un nuevo standard de acumulación de
capital. Hace apenas un mes, el Jefe de Gabinete de asesores del
presidente Javier Milei disertó durante el evento “IEFA Latam
Forum”, celebrado en el elegante hotel Four Seasons de Buenos
Aires. Se trata de un consorcio de empresarios inversores en energías
renovables, minería, tecnología y agroindustria. Intentó destacar
las ventajas locales y el potencial del país para convertirse en un
jugador relevante en esos sectores en los próximos años,
particularmente en el rubro de inteligencia artificial. “Tenemos
grandes extensiones de tierra con acceso a la energía, con acceso al
agua en climas fríos, que es una especie de frutilla del postre para
la refrigeración de los sistemas, y en una zona sin conflictos
armados, sin tsunamis, sin terremotos. No hay muchos lugares en la
tierra con esas cosas”. Sin embargo, remató su idea matizando tan
fértiles y promisorias facilidades de esta tierra, sosteniendo en un
fluidísimo inglés que “el problema es que está poblada por
argentinos”. Las repercusiones de tal boutade fueron escasas, tal
vez porque cotidianamente el propio presidente Milei regala toda
clase exabruptos y disparates. Sin embargo, engarzar esta perla en el
mismo collar del odio cuidadosamente cultivado por el presidente me
resulta una lectura superficial, acaso ingenua.

No
solo porque Milei no habla inglés, sino que apenas balbucea un
rudimentario español, como si los discursos que lee le hubieran sido
redactados por sus asesores sin signos de puntuación. Pero sobre
todo porque no puede decirse lo mismo de su asesor, cuya formación y
capacidad para el diseño de políticas es tan vasta como siniestra.
Reidel se licenció como físico en el prestigioso Instituto Balseiro
de Bariloche, realizó una
maestría en Matemática en la Universidad
de Chicago
,
y se doctoró en Economía en
la Universidad
de Harvard
,
donde
también se desempeñó como investigador, extendiendo su trayectoria
desde los templos del saber hasta los altares del capital.
Por ello no es exclusivamente un académico, sino que se desempeñó
en la banca de inversión Goldman
Sachs
y
en
el banco JP Morgan Chase, entre otros cargos en fondos de inversión
durante su prolongada residencia en Estados Unidos.
Y en el país ya había incursionado en la política durante el
gobierno de Mauricio Macri como Vicepresidente Segundo del Banco
Central dirigido entonces por Federico
Sturzenegger
,
actual Ministro
de Desregulación y Transformación del Estado, retirándose
luego de la renuncia del último. Algunos analistas lo consideran el
ideólogo de la fuga de los 44 mil millones de dólares que el FMI le
concedió al gobierno para apuntalar la fracasada reelección de
Macri. Ni
uno ni otro están exentos de prontuarios de élite: formados en
instituciones consagradas al poder, curtidos en los altos despachos
de la política y las finanzas, y estrechamente vinculados con lo más
granado de la reacción local e internacional.

La
exhibición de la dificultad para el asalto a tales oportunidades no
expresa una broma de mal gusto, ni de un exabrupto más en la galería
de declaraciones escandalosas y descalificadoras que componen la
estética presidencial. Cuando el asesor jefe del gobierno argentino
señala, entre sonrisas, que el problema del país es estar poblado
por argentinos, no está improvisando otra boutade. Está enunciando,
acaso sin metáfora, el núcleo de una política. Una visión del
territorio que prescinde de sus habitantes, que los considera un
obstáculo para el desarrollo de un modelo extractivo, logístico y
tecnocrático, cuya matriz es global pero cuyas víctimas son
locales.

Toda
exaltación de las virtudes naturales de un territorio -su clima, sus
recursos, su pasividad sísmica o su promesa de conectividad-
tropieza tarde o temprano con un obstáculo ineludible: la presencia
de quienes lo habitan. Allí donde la tierra es deseada, el capital
busca despejarla. Y así, cada vez que se entonan loas al potencial
de un paisaje, se activa una maquinaria que no canta a la vida sino
al despojo. No hay imperio que haya elogiado una geografía sin antes
trazar sobre ella el mapa de su subordinación. América Latina lo
conoce bien: tras el alborozo ante sus frutos y metales vino la cruz,
la espada y la inquisición de almas. Evangelización y genocidio
fueron las dos alas del mismo buitre colonizador.

Pero
esta lógica no quedó atrás en los anaqueles de la historia. Hoy
resurge con formas no menos violentas, aunque más sofisticadas. La
Franja de Gaza, por caso, reducida a escombro por una maquinaria
militar que invoca seguridad pero practica el exterminio, ya es
objeto de proyectos que no ocultan su propósito: resorts de lujo,
playas privatizadas y zonas francas en el sitio donde ayer hubo
hogares, escuelas y hospitales. Trump mismo se permitió soñar
públicamente con ese paraíso balneario sobre las ruinas aún
humeantes del pueblo palestino. Como antes con los pueblos
originarios, la reconfiguración imperial necesita primero arrasar y
luego reordenar simbólicamente: sustituir dioses por algoritmos,
culturas por centros de convenciones, sujetos por estadísticas. Todo
se ofrece bajo el ropaje de la innovación, el desarrollo o la paz,
pero lo que subyace es una crueldad barnizada de tecnocracia, una
violencia legitimada como daño colateral. No hay inversión sin
redención, ni progreso sin cadáveres, en esta liturgia sacrificial
del capital, que se enamora de una tierra solo cuando logra vaciarla
de historia.

La
historia suele depositar su dedo acusador sobre las manos
ensangrentadas, pero rara vez interroga a quienes empuñaron la pluma
que bosquejó el borrador crucial de los decretos del espanto, ni a
los arquitectos que imaginaron en sus despachos el nuevo orden que
habría de alzarse, implacable, sobre los escombros. El terrorismo de
Estado en el Cono Sur no fue un desvío de la civilización, sino una
de sus formas más crudas y sinceras. No está fuera de la política,
sino dentro de su forma desnuda y cruenta, abandonando ya toda
pretensión cosmética. Y si los juicios a las Juntas militares
argentinas marcaron un hito jurídico y moral -reverenciado con
justicia en nuestra memoria colectiva-, si la resistencia a los
indultos, la anulación de las leyes de impunidad y la continuidad de
los procesos contra los genocidas en Argentina son motivo de legítimo
orgullo, también es cierto que ese mismo marco tiende a fijar la
mirada en el verdugo e inadvertidamente desdibuja al ideólogo, al
financiador, al cómplice de sotana o corbata.

No
fueron entonces los militares quienes diseñaron la utopía del
mercado autorregulado: apenas la ejecutaron con sádicamente gozosa
precisión. Fueron convocados como operarios de la demolición social
por quienes no querían mancharse las manos, pero sí asegurarse los
dividendos. Y la escena, aunque con nuevos atuendos, se repite con la
misma partitura. Menem no necesitó campos de concentración para
arrasar con lo público, ni Macri torturadores para reinstaurar la
lógica del endeudamiento como forma de domesticación. Milei, con su
brutalidad explícita y su torpeza performática, acaso nos recuerda
que la violencia del capital no siempre llega en forma de tanques: a
veces basta con un Excel y un set televisivo. El político, en este
teatro de sombras, no es el autor de la obra sino apenas su médium:
encarna y paga -con su rostro, su voz y su histrionismo- la infamia
escrita en otros altares, los del dinero, el dogma y el cálculo
especulativo.

No
se trata, claro está, de afirmar que todo régimen de dominación da
lo mismo, o que no puedan distinguirse taxonomías entre sus diversas
variantes. El Estado terrorista, con su maquinaria sistemática de
desapariciones, centros clandestinos y estados de sitio permanentes,
configura una de las formas más monstruosas y crudas del dominio.
Pero sería ingenuo pensar que su derrota jurídica y política ha
clausurado para siempre los dispositivos del miedo. Hoy, en el
corazón de regímenes constitucionales -erigidos sobre la
representación liberal-fiduciaria- se reconfiguran alianzas
peligrosas entre la represión y la política, entre la gestión del
orden y la administración del pánico.

No
se necesita ya el cuartel si alcanza con el protocolo. Y no cualquier
protocolo, sino uno que prohíbe interrumpir el tránsito mientras lo
colapsa con carros hidrantes, escuadrones motorizados, cordones de
infantería y dispositivos de asalto que inmovilizan grandes y
pequeñas arterias urbanas. La paradoja no es torpeza: es pedagogía.
Porque el objetivo no es liberar la circulación, sino disciplinar a
quien se atreva a interrumpirla. Castigar la protesta, no por su
potencia, sino por su existencia. Aterrorizar con eficiencia.

La
históricamente reaccionaria y polifuncional Patricia Bullrich
encarna esa lógica invertida con una determinación casi
doctrinaria: asfixiando la calle con gases y blindaje, saturarla de
cuerpos armados para vaciarla de voces. Y en esa lógica, todo se
vale: golpes y tiros a manifestantes, heridos graves, ataques a la
prensa, detenciones arbitrarias. Terrorismo de Estado ya no como
régimen cerrado, sino como técnica puntual, dosificada,
administrada homeopáticamente según los síntomas. No para
suprimirlo todo, sino para infundir el suficiente espanto que
garantice la parálisis. Una pedagogía del miedo que opera justo
allí donde la protesta podría volverse contagio, donde el grito
colectivo amenaza con devenir en decisión política.

Y así, entre el Excel y el escudo, entre el protocolo y el pánico, el capital perfecciona su vieja alquimia: sembrar miedo para cosechar obediencia, ya sea con la gomina y el ceño adusto del pasado o con los mohines grotescos de un monigote en funciones.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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