El 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado
canciller de Alemania. Apenas 48 horas después sus ministros ya
presionaban para aumentar los aranceles agrícolas. No lo hacían por
convicción económica, sino por cálculo político. Hitler quería
obtener buenos resultados en las cruciales elecciones que se iban
a celebrar poco más de un mes después, el
5 de marzo.
Para
él, unas buenas cifras económicas eran el camino hacia el poder.
Una vez obtenida la mayoría absoluta, gobernaría con mano de
hierro.
El
gobierno de Hitler carecía de visión, dirigido por un líder con
escasos conocimientos de economía. Hitler hablaba de la inflación
como una cuestión de fuerza de voluntad y prometía estabilidad de
precios con la ayuda de su organización paramilitar Sturmabteilung,
más conocida como los Camisas Pardas. En realidad, apenas entendía
el funcionamiento de un presupuesto.
Fundamentalismo económico
Para
la elaboración de sus ideas económicas, Hitler confiaba en
Gottfried Feder, economista del partido y fanático proteccionista.
Feder abogaba por una economía cerrada, autárquica, en la que los
trabajadores alemanes produjeran bienes alemanes para consumidores
alemanes.
Su
visión era tan racista como económicamente absurda: Alemania debía
desvincularse de un mundo globalizado. “El nacionalsocialismo exige
que ya no sean esclavos soviéticos, culíes chinos ni negros
quienes satisfagan las necesidades de los
trabajadores alemanes”, escribió Feder. Los aranceles, según él,
liberarían a Alemania.
Feder
rechazaba tanto el capitalismo como el marxismo. Su solución era el
nacionalismo económico, restricciones a las importaciones y
favorecer el
mercado interno. Según él, los alemanes debían “protegerse
contra la competencia extranjera”.
Parecía
una política favorable a las personas
trabajadoras,
pero resultó ser el preludio de un caos económico y del aumento del
desempleo.
Oídos sordos a las advertencias
Mientras
Feder soñaba con la autosuficiencia, otros miembros del gabinete
advertían sobre las consecuencias. El ministro de Asuntos Exteriores
Von Neurath hablaba de posibles guerras comerciales y aumentos de
precios de hasta el 600%. El exministro Eduard Hamm advertía que
Alemania necesitaba sus mercados de exportación para mantener el
empleo industrial.
Hamm
explicó que Alemania exportaba muchos más bienes industriales que
importaba productos agrícolas. Los aranceles no solo iban
a sofocar el comercio, sino que también a
pone en peligro
tres millones de empleos.
Hamm
escribió cartas, apeló a la prudencia, advirtió sobre la
desconfianza de los socios comerciales internacionales. Recordó a
Hitler que el sistema de libre mercado se basa en la confianza, el
estado de derecho y el cumplimiento de los compromisos contractuales.
Pero
las advertencias cayeron en saco roto. Hitler no hizo ningún intento
de tranquilizar a
los mercados. Siguió afirmando que los aranceles eran necesarios y
que necesitaba tiempo para reconstruir el país arruinado que, según
él, le habían dejado sus predecesores.
Incertidumbre en los mercados
Irónicamente,
Hitler llegó al poder justo cuando la economía comenzaba a
recuperarse del colapso de 1929. La bolsa alemana repuntó tras la
noticia su nombramiento. Pero el entusiasmo se desvaneció
rápidamente. La incertidumbre sobre el nuevo rumbo provocó
estancamiento.
Mientras
Hitler demoraba en presentar un plan claro, empresarios y economistas
comenzaron a resistirse abiertamente. La Asociación Alemana de la
Industria y el Comercio advirtió sobre posibles represalias de los
socios comerciales. Las empresas pospusieron inversiones. Se
evaporó la
confianza en la política económica.
Grasa de cerdo
Hans
Joachim von Rohr, que trabajaba en el Ministerio de Agricultura y
Alimentación, explicó en la radio nacional el razonamiento que
había detrás de la política arancelaria
de Hitler. Según von Rohr, se debían
encarecer artificialmente aquellos
productos que Alemania no producía en cantidad suficiente. Estos
bienes escasos —a menudo importados— se volverían más caros
para el consumidor gracias a aranceles
a la importación.
La
idea era incentivar así financieramente
a los
agricultores para que
produjeran precisamente
esos productos en mayores cantidades, ya que el mercado interno sería
más atractivo sin competencia extranjera. Se
esperaba reforzar así la
autosuficiencia de Alemania.
Von
Rohr utilizó como
ejemplo la grasa de cerdo (Schmalz),
un producto básico en la cocina alemana. Si se encarecía su
importación mediante mayores derechos de aduana, los agricultores se
animarían a criar cerdos más grandes que produjeran más grasa en
lugar de los cerdos más pequeños criados para carne magra. De esa
manera, razonaba él, Alemania se volvería más independiente de las
importaciones de alimentos del extranjero. Pero los cerdos más
grandes comían más y generaban menos beneficios que los cerdos
magros.
El
plan era un sinsentido económico. Un experto en economía señaló
que el sistema de comercio internacional funcionaba desde hacía
doscientos años y que la política arancelaria de Hitler sumiría al
país en una «grave crisis» que podría costar cientos de
miles de empleos. Y eso incluso antes de considerar los daños por
medidas de represalia.
El
ejemplo de la grasa de cerdo demostró
de forma dolorosamente clara hasta qué punto faltaba lógica
económica. Los agricultores fueron las primeras víctimas de la
política que, en teoría, debía salvarlos.
Espectáculo político,
desastre económico
Los
aranceles de Hitler, anunciados el viernes 10 de febrero de 1933,
dejaron atónitos a los observadores. The
New York Times habló de una auténtica
“guerra comercial” contra los vecinos europeos.
Los
aranceles sobre productos agrícolas y textiles aumentaron hasta un
500 por ciento. Los países escandinavos y los Países Bajos
resultaron
especialmente afectados. Dinamarca vio colapsar sus exportaciones
ganaderas. Las reacciones no se hicieron esperar.
En
pocos días cayeron las cifras de exportación. Se cancelaron
reuniones con representantes extranjeros. Los socios comerciales
amenazaron con sanciones.
Esa
misma noche, Hitler apareció en el Palacio de Deportes de Berlín,
vestido con su camisa parda. Habló de la restauración del honor, de
la autosuficiencia y de la resistencia contra el Tratado de Versalles
(1919), que había impuesto a Alemania fuertes reparaciones tras la
Primera Guerra Mundial. Ni una palabra sobre la guerra comercial que
él mismo había iniciado ese día.
Tampoco
mencionó el rearme que había discutido el día anterior en el
consejo de ministros. Allí había declarado: “Se necesitan miles
de millones de marcos del Reich
para la reconstrucción del ejército. El futuro de Alemania depende
única y exclusivamente de la reconstrucción del ejército”.
La
guerra comercial de Hitler con sus vecinos iba
a resultar solo un presagio de su
devastadora guerra contra el resto del mundo.
La
historia se repite, pero nunca de la misma forma. “Primero como
tragedia y luego como farsa”, dice una conocida frase. Conocemos la
tragedia de los años treinta. Esperemos haber aprendido lo
suficiente de ella como para evitar la farsa.
Timothy
W. Ryback es un historiador germano-estadounidense y director del
Institute for Historical Justice and Reconciliation en La Haya. Es
autor de Hitler’s Private Library
y Takeover: Hitler’s Final Rise to
Power. Ryback publica regularmente en
The Atlantic,
The New Yorker
y The New York Times.
Se puede
leer aquí el artículo de opinión en el que se basa este texto.
Texto
original:
https://www.dewereldmorgen.be/artikel/2025/04/24/hoe-hitlers-handelsoorlog-de-weg-naar-oorlog-plaveide/
Esta
traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar
su integridad y mencionar al
autor, al traductor y
Rebelión como fuente de la traducción.