La administración Trump está
imponiendo las nuevas prioridades al bloque occidental: refuerzo de
la primacía estadounidense, con mayor subordinación europea, e
involución ultraconservadora e iliberal, con nueva dominación,
división y disciplinamiento de las capas populares: mayor
segregación social, de sexo/género y étnico-cultural y prevalencia
del supremacismo blanco, el machismo y el negacionismo climático.
La nueva jerarquización de
poder y estructuración social, así como su propaganda
justificadora, se asientan en la realidad descarnada de su ventajismo
político militar. Queda atrás la legitimidad cívica basada en
normas comunes acordadas, el derecho internacional o las referencias
a la democracia, la ética pública, los derechos humanos o los
valores occidentales. Lo que prima es la fuerza, que impone su ley
particular. Volvemos a Maquiavelo y Hobbes, pero también al
nihilismo prefascista.
No obstante, el imperialismo
expansivo y militarista estadounidense no es todopoderoso. Por el
contrario, supone un intento de frenar su declive y recomponer su
hegemonía mundial. Es también un signo de debilidad de su
prevalencia económica y su credibilidad política y cultural ante el
desafío económico, demográfico, tecnológico y político del Sur
global, representados por China y los BRICs, y también de la propia
UE, cuya capacidad económica y comercial es superior -salvo en la
alta tecnología y la industria militar-. Su deslegitimación mundial
se ha acelerado dada su implicación en el genocidio palestino y su
despotismo -junto con el Gobierno Israelí- para controlar todo el
Oriente Próximo.
Su primacía se enfrenta a
graves problemas y necesita a Europa como vasallo disciplinado. Es el
sentido de sus autoritarios desplantes políticos, sus medidas
arancelarias y su abuso de la dependencia energética y militar
europea. Pretende reducir su competencia económica, frenar su
cohesión y autonomía y hacerla más dependiente de los propios
intereses estadounidenses. No supone un cambio de alianzas
estratégicas, y menos con la Rusia de Putin, cuyo eje geopolítico
bascula hacia China, y Trump lo sabe; es una conveniencia táctica en
una dinámica transaccional inmediata.
Hay un interés conjunto entre
Trump y Putin en disminuir la relevancia de Europa y, además de
imprimir un giro iliberal y ultraconservador, repartirse Ucrania y
sus grandes reservas agrícolas, muchas de propiedad de fondos de
inversión estadounidenses, y mineras, de tierra raras, fundamentales
para las nuevas tecnologías, así como aprovechar las ventajas
comerciales y marítimas y las grandes reservas de petróleo, gas y
tierras raras que subyacen en un Ártico que se deshiela. El plan
trumpista para controlar Groenlandia, frente a un país europeo, y
Canadá, un socio de la OTAN, obedece, aparte de los beneficios
geoestratégicos y mineros de esos territorios, a su intento de
monopolio, frente a China, del Ártico… con la aquiescencia de
Rusia y la nula competencia de Europa.
El sentido del incremento
del gasto militar
EEUU sigue necesitando a
Europa para consolidar un tapón estratégico a Rusia, una vez
debilitada por esta guerra y demostrados los límites de su
agresividad expansionista y su imperialismo regional, y poder
concentrarse en su adversario estratégico principal: China y sus
aliados. Así, se aclara la función de la exigencia del incremento
del gasto militar, ya planteada en el seno de la OTAN, lo que Europa
admite no, o no solo, con el objetivo de incrementar su autonomía
estratégica respecto de los EEUU, para lo que habría que romper con
una OTAN jerarquizada bajo el mando estadounidense y levantar un
ejército europeo, sino para garantizar el dominio occidental del
mundo, con la nueva subordinación a los intereses estadounidenses,
sus oligarquías tecnológicas y su complejo militar-industrial, y no
con el propósito de la defensa europea o de su autonomía comercial
respecto de China.
Veamos algunos datos para
aclarar el sentido del nuevo militarismo otanista y las alianzas que
conlleva. Según el prestigioso Instituto
Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo,en su informe
militar de 2025, con datos en dólares para 2024, Europa (incluido
Reino Unido) tiene un gasto militar cerca de seiscientos mil
millones, más del doble que la suma de China (unos trescientos mil)
y Rusia (unos ciento cuarenta mil). Mientras tanto, EEUU gasta en
torno a ochocientos cincuenta mil, es decir, el doble que el gasto
conjunto de Rusia/China. Si sumamos el gasto occidental frente al eje
Rusia/China, la proporción es de tres a uno.
A qué viene ese incremento
militar y la nueva ola belicista, compartida en el seno de la OTAN.
No a la supuesta indefensión europea. Solo el gasto en Defensa de
Francia, Alemania y Reino Unido suma más de doscientos treinta mil
millones de dólares, un 60% más que el de Rusia. Se puede
contemplar la especial agresividad del imperialismo ruso para
controlar su esfera de influencia ucraniana, pero es dudoso que se
plantee, con esa correlación de fuerza militar, una agresión al
núcleo europeo.
Tampoco en términos
estratégicos, ni dando por supuesta su superioridad nuclear, en el
caso de abandono del paraguas estadounidense. Alemania no tiene, pero
Francia y Reino Unidos sí, al menos cien bombas nucleares cada uno,
que ofrecen suficiente disuasión de destrucción mutua asegurada.
Pero, desde el punto de vista
político, tampoco es creíble el abandono total de la seguridad
europea por parte estadounidense, que tiene múltiples intereses en
Europa, incluido en Ucrania. Europa es una potencia económica,
política, estratégica y demográfica imprescindible como aliada
-subordinada- para frenar la emergencia del nuevo polo
contrahegemónico mundial: China/Rusia y los BRICs.
Además, el PIB de Rusia es
inferior al de Italia, algo superior al de España, y solo la octava
parte del de la zona euro -y un tercio del de su PIB per cápita. No
hay color competitivo.
Como decía antes, el sentido
de la exigencia trumpista del incremento militar de Europa no es como
adversario, sino como colaborador necesario para recuperar la
hegemonía occidental que se resquebraja, misión a la que se van
adaptando las élites europeas, incluido el entusiasta seguidismo
ultra. Y sería a costa de los servicios públicos para las mayorías
sociales, en un nuevo proceso de mercantilización ultraliberal y
desprotección pública.
La insuficiente e
imprescindible autonomía europea
Tras la pacificación y el
reparto imperialista de Ucrania, el control neocolonial de Palestina
y Oriente Próximo y la mayor subordinación europea -sin disolver la
OTAN, sino de incrementar el mando de EEUU, ya evidente- el plan
trumpista consiste en controlar Asia-Pacífico, aislar a China y
doblegar su poderío económico. Se trata de seguir debilitando a
Rusia y los BRICs, con grandes reservas de materias primas
estratégicas y, particularmente, reforzar las tendencias
reaccionarias y ultraderechistas frente a los países con gobiernos
de izquierda (México, Colombia, Brasil, Sudáfrica…) que en
América Latina, patio trasero de EEUU, y África, colonizado por una
Europa en retirada, no tienen incentivos prooccidentales.
Europa quedaría sometida a
esa función subordinada y seguidista de los intereses geopolíticos
de EEUU, con su sistema ultraderechista de división social y
autoritarismo político; se produciría una recomposición de sus
élites dirigentes, con mayor peso ultra, con una nueva misión
belicista de acompañamiento al nuevo imperialismo iliberal y
expansionista estadounidense, así como la reducción de su Estado de
bienestar, redistributivo y protector.
El reto para las élites
liberal-conservadoras europeas es inmenso. El modelo social e
inclusivo de su origen y de las primeras décadas de la posguerra
queda muy lejano. El giro neoliberal, desde los años noventa, junto
con el desplazamiento del grueso de la socialdemocracia hacia la
tercera vía o el nuevo centro, no han supuesto la respuesta social y
democrática necesaria, sino que han sido motivo de su profunda
crisis política y de identidad, agudizada tras la orientación
regresiva de la crisis socioeconómica y financiera de 2008. Los
intentos correctores siguientes son insuficientes para subsanar las
graves brechas sociales y de desafección política.
El campo para las
ultraderechas ha quedado abierto como reacción racista y excluyente
de la inmigración, con la mirada neocolonial al fondo, y frente a
los derechos feministas y la imprescindible reforma ecologista,
mientras las élites dirigentes mantienen cierto impasse, incapaces
de hacer frente a la contraofensiva ultraconservadora e iliberal, con
la tendencia hacia la derechización como falsa vacuna.
El desafío para las izquierdas es tremendo, y la responsabilidad también pasa a la sociedad civil, en particular a los movimientos sociales progresistas, a la juventud solidaria y la propia intelectualidad, bastante callada, salvo excepciones, como articulación democrática de las capas populares, desfavorecidas y en desventaja. El dilema está entre autoritarismo regresivo e imperialista o democracia social, cooperativa e igualitaria. La población europea dirá.
Antonio Antón. Sociólogo y politólogo.
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